P. José Levine; Iglesia Católica de la Sagrada Familia, Burns, Oregon y Missions; 3 de abril de 2022
Tampoco te condeno. Ve y desde ahora no peques más.
La semana pasada escuchamos acerca de la misericordia de Dios en la parábola del hijo pródigo y el mismo tema continúa en el relato de hoy de la mujer sorprendida en adulterio. Junto al tema común de la misericordia de Dios está la misericordia que debemos mostrar hacia el pecador, no condenándolo (como el hermano mayor del hijo pródigo o como los fariseos condenando a la adúltera), sino regocijándonos por su conversión. Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente. (Lucas 15:7)
Debemos aprender a compartir esta actitud de alegría celestial en la conversión del pecador, pero como también somos pecadores, debemos seguir nosotros mismos el camino del arrepentimiento y la conversión. Asimismo debo tomar en serio las últimas palabras de nuestro Señor a la mujer sorprendida en adulterio. Ve y desde ahora no peques más.
Me gusta pensar que tanto el hijo pródigo como la mujer sorprendida en adulterio aprendieron la lección.
El Hijo Pródigo, habiendo recobrado el gran bien de ser hijo en la casa de su padre, habiendo finalmente aprendido a valorar ese bien, se cuidó de no volver a insultar a su padre, de no fallarle más, de no salir más de su casa. Para nosotros es necesario recordar y valorar el gran bien de la gracia santificante, recibida por primera vez en el bautismo, que nos hace ser verdaderamente hijos en la casa de nuestro Padre celestial, compartiendo la vida del verdadero y único Hijo de Dios, Jesucristo, nuestro Salvador.
En cuanto a la mujer sorprendida en adulterio, la combinación de la humillación que experimentó cuando fue arrastrada en público, arrastrada ante Jesús y luego defendida y perdonada por Jesús, debe haber tenido un gran impacto en ella. Creo que tomó en serio sus últimas palabras y tuvo cuidado de no volver a caer en el pecado.
Desgraciadamente, he tenido la triste conciencia de que la gente vuelve a caer en este mismo pecado.
Ve y desde ahora no peques más.
La gente fracasa aquí tanto por la debilidad de la carne como porque no toman las medidas adecuadas para cambiar su vida. Aquí son necesarias tres cosas: evitar la ocasión de pecar, practicar la virtud y llegar a compartir la actitud de San Pablo que consideraba todo como pérdida por el bien supremo de conocer a Cristo Jesús mi Señor.
La mujer sorprendida en adulterio comenzó a conocer a Jesucristo cuando él le dijo: Ni yo te condeno. Obtenemos un conocimiento similar de él cada vez que hacemos una buena confesión y recibimos la absolución. Este es un comienzo. Entonces debemos ir y no pecar más, olvidando el pecado que queda atrás y esforzándonos por el bien que está por delante. En materia de pecados de la carne, la gente suele ser demasiado amable porque romper con la ocasión del pecado significa romper una amistad, significa evitar por completo o en la medida de lo posible al antiguo compañero en el pecado.
Debemos considerar que en este asunto se aplican mucho las palabras de nuestro Señor: Si tu ojo derecho te es ocasión de pecar, sácatelo y tíralo; Es mejor que pierdas uno de tus miembros, que que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te hace pecar, córtala y tírala; es mejor que pierdas uno de tus miembros, que que todo tu cuerpo vaya al infierno. (Mateo 5:28-30)
Jesús está hablando aquí de la determinación que necesitamos para eliminar la ocasión del pecado, especialmente en el asunto de los pecados de la carne. En este asunto, la ocasión del pecado es a menudo una persona que debe ser eliminada de nuestra vida. La amabilidad no es caridad. No, no pueden «ser simplemente amigos». Cuando otra persona te lleva al pecado, es caridad también para con esa persona expulsarla de tu vida.
Este principio se extiende más allá de los pecados de la carne. Los padres saben que deben mantener a sus hijos alejados de «malos compañeros», «malas influencias». Estas influencias pueden llevar a los niños a consumir alcohol y drogas, o pueden llevarlos a tener malas ideas y hábitos.
Como adultos, necesitamos conocer nuestras propias debilidades y cuidarnos de la misma manera. Jesús cenó con los pecadores, pero lo hizo para ganarlos para la justicia y la verdad y no había peligro de que ellos lo corrompieran. Necesitamos ser honestos con nosotros mismos: ¿estamos ejerciendo una buena influencia sobre otra persona, tal vez ganándola para Cristo, o nos estamos dejando influenciar de mala manera?
Ahora bien, cuando se trata de pecados de la carne, el intermediario, la ‘ocasión de pecado’, hoy en día suele ser una computadora, una computadora portátil, una tableta o un teléfono celular. La sola idea debería llenarnos (y a menudo lo hacemos) de horror o disgusto. Sin embargo, a pesar de todo el odio hacia uno mismo que causan estos pecados, a las personas les resulta difícil romper con ellos y una de las razones es la falta de determinación para romper con la ocasión del pecado. La adicción al dispositivo electrónico se ha convertido en ocasión de una adicción mucho peor, pero para romper con la peor adicción es necesario romper con la adicción al dispositivo electrónico. En la medida en que el dispositivo electrónico siga siendo necesario, entonces hay que aceptar la supervisión y la responsabilidad en su uso.
Las personas vuelven a caer en el pecado porque no evitan la ocasión del pecado, pero también vuelven a caer en el pecado porque no desarrollan una virtud sólida. El sacerdote inglés del siglo XIX, el P. Frederick Faber, escribió sobre la necesidad de “una larga y paciente perseverancia en las prácticas humildes de la virtud sólida”.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña, de acuerdo con 2.000 años de Tradición, “Una virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar buenas acciones, sino también dar lo mejor de sí misma”. (CCC 1803) Por medio del profeta Isaías Dios dijo: Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien. (Is 1,16-17) La vida familiar debe ser una escuela de virtud.
Hay una virtud en particular que, sobre todo cuando está fortalecida por el temor del Señor, ayuda a preservarnos del mal; la virtud de la templanza, que incluye la castidad, la moderación en la comida, la sobriedad en la bebida, pero también la modestia en el vestido, la palabra y los modales. La templanza es una virtud menor que es condición previa para virtudes mayores. El entrenamiento en templanza es una razón importante para la tradicional disciplina cuaresmal –que ahora ha quedado reducida a prácticamente nada– del ayuno y la abstinencia. Para decirlo de manera muy simple, debemos aprender a no darnos caprichos, a controlar nuestro deseo de disfrutar todo tipo de placeres, a fortalecer nuestra fuerza de voluntad y así dominarnos a nosotros mismos. Sin el autodominio de la templanza difícilmente podremos aprender a hacer el bien.
Hacer el bien a los demás, de forma constante, no es fácil. Aquí debemos aprender a entrenarnos. Para hacer el bien a los demás necesitamos ante todo la virtud de la justicia, que es la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno lo que le corresponde. Luego necesitamos adquirir las virtudes mediante las cuales damos el debido respeto y obediencia a las autoridades legítimas, mediante las cuales somos veraces y discretos en nuestro discurso, afables en nuestra interacción con los demás, generosos con nuestro dinero y otros bienes materiales, atentos a los necesidades de los demás, reflexivo, considerado, paciente y perdonador. No podemos hacer nada de esto a menos que poseamos la virtud de la humildad que nos libera de la preocupación por nuestro propio ego y nos permite también pedir perdón y aceptar corrección y guía. Necesitamos también la prudencia que reconoce el momento y el lugar adecuados y lo que conviene en cada ocasión, que sabe qué virtud practicar, cuándo y cómo. Tampoco debemos descuidar la virtud de la fortaleza, el coraje que es capaz de superar todos los obstáculos y no retrocede ante el mal. Sin esta cohorte de virtudes, no podemos cumplir el mandato del Señor de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Al mismo tiempo, cuanto más nos comprometamos con la práctica de lo que es verdadero, correcto y bueno, más se alejará del horizonte de nuestra vida la tentación de los pecados más graves.
La adquisición de la virtud requiere un esfuerzo dedicado acompañado de una oración insistente. No debemos confiar en nuestras propias fuerzas sino rogar a Dios por la ayuda que necesitamos para alejarnos del mal y practicar el bien. También debemos acudir a los santos, sobre todo a María y José, para mirar el ejemplo de virtud que nos dan en todas las circunstancias y modos de vida, y pedir su intercesión para que crezcamos en las virtudes que ellos ejemplificaron.
En todo esto, el gran motor, la fuerza motriz, el motivo debe ser el amor de Jesucristo. En todo debemos buscar conocer a Jesucristo, nacido de la Virgen María e inseparable de ella, presente ahora sobre todo en la Sagrada Eucaristía, en la Misa y en el Sagrario. Una santa comunión devota y digna nos ofrece la mayor posibilidad en esta vida para el conocimiento profundo e íntimo de Jesucristo.
En la medida que conozcamos y amemos a Jesucristo nos será fácil alejarnos del pecado y practicar la virtud. El amor mayor debe conquistar los amores menores que nos desvían. Por otro lado, si buscamos la virtud aparte de Jesucristo, si buscamos la virtud por nuestro esfuerzo meramente humano y para nuestras metas personales, tal vez logremos algo, pero al final nos extraviaremos y llegaremos a la ruina; al final el esfuerzo humano más noble, al margen de la gracia de Dios, queda sujeto a lo que podríamos llamar la ‘ley espiritual de la gravedad’, cae de nuevo a la tierra.
La vida de los santos nos muestra la búsqueda hacia la meta, el premio del supremo llamamiento de Dios, en Cristo Jesús . El resto de la historia nos muestra la ruina y destrucción que dejan quienes están sujetos a la ley espiritual de la gravedad.
Procuremos, pues, compartir los sufrimientos de Cristo al ser conformados a su muerte, si de algún modo podemos alcanzar la resurrección de los muertos . Sigamos olvidando lo que queda atrás y esforzándonos por lo que está por delante , porque a través de nuestro bautismo Jesucristo se ha apoderado de nosotros y nos ha reclamado como suyos.